Papá, ¿porqué hay guerras en el mundo?

– Papá, ¿porqué hay guerras en el mundo?

La niña miró a su padre, con sus ojillos brillantes y deseosos, no solo de que su padre le explicara porqué había guerras, sino porque sabía muy bien que la pregunta, como casi todas las noches, desembocaría en un cuento con el que podría dormirse placenteramente sabiendo que él siempre estaría allí para protegerla de cualquier mal.

El padre la miró con una sonrisa. También sabía en qué acabaría la pregunta y que esa era precisamente la respuesta que ella esperaba.

Durante la cena, en las noticias de la tele habían aparecido escenas de gentes heridas o simplemente tiradas en el suelo; gentes corriendo sin saber dónde ir mientras que lo que parecían soldados, policías o enfermeros iban deprisa en sentido contrario para ayudar a los que aun estaban vivos. La niña había quedado impresionada por todo eso y preguntó a su padre qué era eso que estaban viendo mientras estaban sentados en la mesa. El padre no supo que contestar, y aunque se hizo el sordo para poder ganar tiempo y elaborar la respuesta, la esperada repetición le hizo decidirse por una respuesta, concreta pero sabía que sería poco clara para ella.

– Es la guerra, hija.

– ¿Que es la guerra? –preguntó de nuevo la niña

Tras meditar brevemente, el padre consiguió esbozar una respuesta, que si bien académicamente dejaba mucho que desear, para una niña de 6 años aún podía resultar un tanto compleja.

– La guerra, mi niña, se produce cuando varias personas quieren tener algo que tienen otras personas. Muchas veces en la guerra mueren personas, como en la tele

– ¿Y aquí hay guerra, papá? –la puerta de las preguntas se había abierto de par en par.

– Por suerte no, preciosa. Hace ya mucho tiempo que aqui ya no hay guerras. – Dejó la mirada perdida durante unos segundos y zanjó el tema- Anda come, que se te va a enfriar la tortilla.

El padre sabía que eso no iba a quedar así. Que la niña seguiría pensando en las imágenes que había visto en la tele. Y aunque había pensado que tal vez tendría que haber cambiado de canal cuando comenzaron a salir las escenas violentas, en casa habían decidido hacía tiempo que no debía existir censura y que no debían proteger a la niña en una burbuja.

– ¿Porqué hay guerras en el mundo? –Volvió a preguntar la niña mientras se acurrucaba en la cama. Una pregunta sin respuesta lleva a otra pregunta idéntica e incansable.

– Verás hija, todo empezó hace mucho, mucho tiempo…

Hace muchos miles de años, los hombres y las mujeres vivían en un mundo en que todo era paz y tranquilidad. Todo el mundo trabajaba en lo que sabía hacer mejor y había comida y riqueza suficiente para todos y todas. Los papás y mamás trabajaban y cuidaban de sus hijos. Jugaban con ellos y les contaban cuentos cada noche antes de dormir.

Todo esto era posible porque cuando alguien tenía un problema, en lugar de pegarse y gritarse, todos iban a hablar con Gnosos, el hombre más anciano del mundo y éste siempre ayudaba a solucionar los problemas.

Gnosos había nacido otros miles de años atrás. Imagínate si hace tiempo. Nadie sabía exactamente de dónde venía ni su edad. Tenían la sensación de que había estado allí desde siempre. Para ayudarles cuando tenían algún problema para resolver. Si alguien quería lo que otro tenía, o simplemente no se ponían de acuerdo, Gnosos siempre sabía como se debía actuar. Tenía peticiones de todo el mundo, de personas de todos los lugares, razas, religión, etc.

Cuando dos o más personas tenían un problema acudía a Gnosos. No había que esperar apenas para que Gnosos les atendiera. Tenía la capacidad de detener el tiempo, nadie sabía como. Cuando entraban a hablar con él el tiempo quedaba fuera de la habitación. No importaba que se pasaran horas y horas, o que creyeran que habían pasado días, semanas e incluso meses. El sabio Gnosos sabía hacerlo de tal manera que ni el hambre ni la sed ni la prisa pudieran estorbar en la reunión. Y además, cuando las partes salían, todavía era de día para poder volver con sus familias quienes se quedaban sorprendidas de que en tan solo unas horas hubieran resuelto problemas que les habían parecido imposible de solucionar.

Siempre había alguien que preguntaba a Gnosos como era posible que el tiempo se detuviera y diese tiempo de hablarlo todo antes de que sus familias empezaran a echarlos de menos. En ocasiones, cuando los hombres salían de hablar con el sabio anciano, las barbas les habían crecido; a las mujeres les había crecido el cabello y si había entrado algún niño, parecía incluso que había aumentado de estatura. A todo eso, el anciano solo contestaba que no era mérito suyo, sino de todos y todas aquellas que acudía a él. Cuando los problemas deben solucionarse parece que el tiempo pasa muy despacio, casi como si se detuviese. Pero el hecho de desear una solución para el problema, decía, les predisponía sin saberlo a solucionarlo rápidamente y de forma sencilla.

Fuese como fuese, Las gentes del mundo estaban encantadas con él. Y acudían a miles ante su casa. Cuando salían, siempre con los problemas solucionados, dejaban regalos al anciano, quien los aceptaba gustosamente y sin rechistar. No era cuestión de rechazarlos y hacer un problema de ello. Los regalos que le eran útiles, como comida, ropa, etc, se los quedaba para su uso personal. El resto, o bien los regalaba a su vez a quienes los necesitaran o bien los utilizaba como parte de la forma de resolver los problemas que los hombres y mujeres le planteaban.

Todo fue bien hasta que un día cayó enfermo.

Sabía que su estancia en el mundo ya no iba a ser por mucho más tiempo. Había disfrutado de la existencia más larga y provechosa que nunca nadie había tenido, pero ya se encontraba cansado y su cuerpo no respondía como antaño. Así que decidió que debía dejarlo todo preparado para cuando tocase la hora de abandonar este mundo.

Al contrario de lo que siempre había ocurrido, fue él quien esta vez acudió a algunos de los hombres y mujeres que habían pasado por su consulta y que a su parece podían hacerse cargo de los preparativos de su marcha. Los llamó e hizo que se reunieran en su casa.

Les planteó la situación, y sin dejar que los presentes comenzaran con sus lamentos ni expresaran el dolor por tan gran pérdida, les propuso crear un grupo de sabios que deberían hacerse cargo de la resolución de problemas. A estos sabios les llamaría jueces, ya que era importante tener un juicio acertado para poder dar con las claves de los problemas que se les presentarían. Eligió un número igual de hombres y de mujeres, de diferentes razas, religiones, culturas, etc. quienes deberían repartirse por todo el mundo y continuar con la tarea que él ya pronto no podría hacer.

No iba a ser tarea fácil. Aunque él mismo pensaba que jamás había poseído un don especial que le hiciese especial a los demás hombres y mujeres, también sabía que a éstos les costaría mucha energía y mucho tiempo para aprender a solucionar los problemas. Gnosos no contaba ni con uno ni con otro.

Durante varios meses estuvo trabajando con aquellos y aquellas que él creyó que podrían tirar hacia adelante su tarea. Explicándole lo que para él no eran más que pensamientos lógicos y sencillos, pero que para sus alumnos eran conocimientos nuevos y sobretodo milagrosos y casi mágicos.

Un día sin, embargo, Gnosos, ya no se levantó de la cama ni volvió a abrir los ojos. Sus discípulos tuvieron que aprender solos la última lección: cómo enfrentarse a los problemas de verdad que les presentaría la gente.

Después de varios días de velatorio y un año entero de duelo, los nuevos y las nuevas jueces emprendieron la marcha hacia aquellos lugares que les habían tocado para impartir lo que Gnosos había llamado “la justicia de ganar sin perder”.

Pasaron los años, no muchos, y como era de esperar, la justicia que impartían los jueces no consiguió nunca los resultados que había conseguido el viejo sabio. Los casos se acumulaban a cientos y miles; el tiempo no se quedaba detrás de la puerta sino que se colaba por las rendijas y afectaba a todos los que habían acudido a pedir justicia. Afectaba incluso a las mentes, a la memoria e incluso lograba cambiar los papeles: lo que antes era un deseo ahora era un estorbo y muchos y muchas se peleaban por deshacerse de algo que ni siquiera no habían conseguido todavía. Los acuerdos no conseguían ser tan sólidos como los de antaño y muchos de los que se tomaban, se destruían nada más cruzar la puerta. De esta manera, el caos comenzó a adueñarse del mundo y la gente se volvió cada vez más violenta.

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Muchos jueces que no podían dar abasto delegaban en otros que aún estaban mucho menos preparados. Otros aceptaban más regalos de la cuenta, si es que no los exigían, decantándose más hacia un lado que hacia el otro olvidando la “justicia de ganar sin perder”. Los que salían descontentos con los tratos, los rompían allí mismo y los que no podían esperar al juicio decidían tomarse la justicia por su mano.

Los que a base de injusticias, por la fuerza o con engaños conseguían más poder e influencia sobre los demás, dictaban leyes a su medida. Juntaban a su alrededor gentes que les apoyaban en contra de aquellos y aquellas que no estaban de acuerdo con él. Los territorios se fueron diferenciando cada vez más, fijando fronteras entre unos y otros, peleando por dibujar la línea de éstas fronteras.

Hasta que un día, ocurrió algo que hoy en día puede parecer increíble. A pesar de las disputas y abusos, jamás se había utilizado la violencia física para resolver los problemas. Se utilizaba el chantaje, el insulto, el robo, la calumnia… pero jamás la se había herido ni matado a nadie. Pero un día, ocurrió. En una disputa, a alguien se le fue la mano y mató a su oponente. Fue un hecho que conmocionó al mundo entero. Todo se detuvo. La primera muerte no natural que había ocurrido en la historia de la humanidad antes conocida.

Durante un tiempo, las cosas se calmaron. La mala conciencia ayudó a que la gente pusiera más de su parte para resolver los problemas. Todos coincidían, con más o menos convencimiento que se había traspasado un límite.
Pero el convencimiento no pudo evitar que no pasara mucho tiempo hasta que hubiera un segundo muerto y un tercero. A medida que ocurrían las muertes violentas las protestas por las muertes iban siendo cada vez más apagadas. La gente iba quedando cada vez más inmunizada ante las noticias de muertes violentas, sobretodo si ocurrían muy lejos. En algunos territorios, países, estados, naciones o como se quisieran llamar se había prohibido opinar sobre el tema o sobre cualquier otro contrario a las opiniones de de los que tenían el poder. En otros, incluso se habían establecido castigos para aquellos y aquellas que no estuvieran de acuerdo, incluso instaurando la pena de muerte.

Solo en algunos territorios, los jueces habían sabido solucionar los problemas que les planteaban y adaptar sabiamente la forma de impartir justicia, de encontrar soluciones a los nuevos problemas que iban apareciendo y que el sabio Gnosos jamás hubiera podido imaginar.

Estos jueces, enseñaron a otros nuevos, quienes a su vez, unos se echaron a perder y otro pudieron seguir impartiendo justicia sabiamente y enseñando a otros nuevos jueces.

El viejo Gnosos sabía que nada iba a ser como era después de morir, porque estaba seguro de que la justicia que él hacía nacía de los mismos hombres y mujeres que acudían a él, pero que éstos eran demasiado dependientes de él y que nunca se habían dado cuenta de la verdad.

 

– Y así es como en el mundo, hija mía, aparecieron las guerras y aun no han dejado de existir.

La niña se había quedado dormida hacía rato, pero su padre sabía que en sueños todavía le había seguido escuchando. Ella, seguramente, estaría soñando que era una gran jueza, que jugaba con los niños que lloraban en la tele y que su papá y ella vivían en un mundo donde todos jugaban y donde todos los papás contaban cuentos a sus hijos antes de dormir.